Todo empezó con una uña negra. Pensé que había sido un golpe. He asumido mi torpeza hasta tal punto que amanecer con un cardenal no constituye ninguna sorpresa.
A los dos días, hasta me alegró ver que la uña que no se caería.
Pero a los cuatro días todo el dedo estaba negro. No dolía, sorprendentemente. Era una de esas cosas que hacen más daño a la vista de los demás que a los sentidos propios. Pensé que era mi propio cuerpo reclamando mi atención.