IV. Encalar y no hacer preguntas

Encalaban las casas cuando algo sucedía dentro. Generalmente era alguna enfermedad, pero nadie se acercaba a menos de diez metros para descubrirlo. Era un pueblo de casas bajas, silencios a mediodía y llantos de mujeres cuando la tarde acaba.

Recuerdo cuando una mañana llegaron unos hombres a mi casa. Yo entonces era muy pequeña para entender el porqué, pero venían a encalar mi casa. Tras las paredes nos quedamos mi madre, mis dos hermanas mayores y yo. Mi padre y mi hermano pequeño se habían ido aquella mañana. Entre llantos y gritos, unos hombres vestidos de negro encajaron puertas y ventanas, dejando únicamente una ventana sin cubrir de polvo blanco, pero tampoco abierta una vez salieron por ella y la cubrieron por fuera.

Mis hermanas tenían doce y catorce años, y yo apenas unos siete. Mi madre les dijo de pronto que dejaran de llorar, que sólo sería por unos días, y nos apresuró a traer todos los candelabros que había en la casa. Antes de que cayera la noche, cubriendo cada rejilla y rendija a las que la cal no hubiera llegado, debíamos procurarnos luz.

Así comenzó todo.

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IV. Las 100 muertes de Rid Blake

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Ambos tenían cejas, pestañas y párpados cubiertos de hollín. Es normal entre los trabajadores del fuelle. El anciano, con sus labios resecos y agrietados, sonríe sus tres dientes negros y mastica la papilla que les llevamos para desayunar, sin parar de contar historias y chistes de su época como soldado. El más joven apenas me mira, barba hundida en su cuello, una cuchara que aparece y desaparece en tres poderosos movimientos, y me devuelve el cuenco con rapidez, reanudando su trabajo.

A pesar de que siempre mantiene la cabeza baja y conozco mejor el nacimiento de su pelo en remolino que su rostro, he podido observar que la barba ya comienza a unírsele con el pelo del pecho. El ceño siempre fruncido. Y antes de que llegue a los veinticinco comenzará a perder los dientes. Aquí todos los hombres envejecen de la misma forma. O quizás debiera decir que evolucionan de la misma forma; porque los niños parecen nacer ya viejos. Es como si el aire de nuestra fragua, El Fuelle, se te metiese en los pulmones con la primera inhalación al nacer, y ya estuviésemos destinados a consumirnos para siempre. De la peor manera.

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IV. Tema Noviembre 2015

Como habréis observado, este mes pasado el blog ha estado muy vacío. Casi desértico.

En Septiembre tratamos de innovar y escoger unos temas algo diferentes. El primero fue para conmemorar el día 23 de Septiembre, día Internacional contra la explotación y el tráfico de mujeres y niños. Y, aunque llegamos a publicar los posts, tanto Marián como yo estábamos incómodas con el resultado. Porque es un tema serio y, a pesar de que queremos atrevernos con todo, no queremos publicar de cualquier manera.

Así pues, en uno de nuestros cafés, decidimos quitarlos y programar los temas delicados con bastante tiempo de antelación. Para madurar las ideas. Porque, aunque en verano nos parecía más sencillo publicar dos cuentos al mes, estar satisfechas con ambos no es fácil. Y más cuando queremos escribir otras cosas fuera del blog.

Por eso, para el mes de Noviembre, hemos decidido publicar una foto con el comienzo de una historia que nos hemos propuesto la una a la otra. Me explico: en Agosto ambas nos compramos juntas unas libretas muy bonitas en las que escribir ideas. Y, para estrenarlas, cada una escribió en la de la otra una frase que diese comienzo a una historia.

Así que, aquí están las fotos (donde podéis observar lo poco que calco yo en el papel y la letra tan personal de Marián).

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Encalaban las casas cuando algo sucedía dentro. Generalmente era alguna enfermedad, pero nadie se acercaba a menos de diez metros para descubrirlo. Era un pueblo de casas bajas, silencios a mediodía y llantos de mujeres cuando la tarde acaba.

Irma

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Ambos tenían cejas, pestañas y párpados cubiertos de hollín. Es normal entre los trabajadores del fuelle. El anciano, con sus labios resecos y agrietados, sonríe sus tres dientes negros y mastica la papilla que les llevamos para desayunar, sin parar de contar historias y chistes de su época como soldado. El más joven apenas me mira, barba hundida en su cuello, una cuchara que aparece y desaparece en tres poderosos movimientos, y me devuelve el cuenco con rapidez, reanudando su trabajo.

Marián

Irma