IV. Las 100 muertes de Rid Blake

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Ambos tenían cejas, pestañas y párpados cubiertos de hollín. Es normal entre los trabajadores del fuelle. El anciano, con sus labios resecos y agrietados, sonríe sus tres dientes negros y mastica la papilla que les llevamos para desayunar, sin parar de contar historias y chistes de su época como soldado. El más joven apenas me mira, barba hundida en su cuello, una cuchara que aparece y desaparece en tres poderosos movimientos, y me devuelve el cuenco con rapidez, reanudando su trabajo.

A pesar de que siempre mantiene la cabeza baja y conozco mejor el nacimiento de su pelo en remolino que su rostro, he podido observar que la barba ya comienza a unírsele con el pelo del pecho. El ceño siempre fruncido. Y antes de que llegue a los veinticinco comenzará a perder los dientes. Aquí todos los hombres envejecen de la misma forma. O quizás debiera decir que evolucionan de la misma forma; porque los niños parecen nacer ya viejos. Es como si el aire de nuestra fragua, El Fuelle, se te metiese en los pulmones con la primera inhalación al nacer, y ya estuviésemos destinados a consumirnos para siempre. De la peor manera.

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